Quesos artesanales: ¿cuáles comprar para afinar el paladar?

Pocos animales, algunas recetas y la idea de producir sabores que en el mercado local no se hacían. Así nacieron la mayoría de estos pequeños y medianos proyectos queseros en diferentes partes del país. Hoy, son los que aportan diversidad en una góndola que recién empieza a retomar la importación de quesos, con el volumen dominado por las grandes empresas lácteas y a la expectativa por el futuro incierto de uno de sus protagonistas, SanCor.

Crottin, Quartirolo, Pyramide, Rebleusson, Vaschetta, Camembert, Gorgonzola y Saint Maure son sólo algunos de los quesos que se pueden encontrar con firma local. Algunos suaves, otros más potentes, de leches de vaca, oveja, cabra y hasta búfala. Están en tiendas gourmet (The Pick Market, Ragni, Fresco), en ferias (como Le Marche, Masticar y Buenos Aires Market) y en los platos de unos cuantos restaurantes de la ciudad. Sucede que el mundo de los quesos artesanales está en ebullición. Y si bien el camino es largo, los productores confían en que pueden llegar a entrenar el paladar de los consumidores como sucedió con el vino. La diferencia entre un queso industrial y uno artesanal es, sin dudas, enorme.

Quesos azules, por un lado, hormas grandes de larga maduración por el otro. Esas son las dos líneas principales en las que trabaja por estos días el chef y maestro quesero Mauricio Couly en La Toscana, su emprendimiento familiar en Neuquén capital. El Patagonzola (cremoso, estacionado de dos a tres meses), el Tres Leches –de cabra, oveja y vaca– y el Blue Couly, inspirado en el Stilton inglés, son tres imperdibles para los seguidores de los quesos potentes. “Cuando probás un queso artesanal bien elaborado te estalla en la boca. No hay vuelta atrás”, dice Couly. “Buscamos hacer cosas nuevas, probamos, queremos lograr productos novedosos”, explica sobre la parte creativa del oficio. “Y esperamos los quesos el tiempo que necesitan para tomar otra textura, otro sabor. No salen al mercado si no están listos”, cuenta quien trabaja uno a uno con varios restaurantes porteños (La Alacena, Casa Cavia, Sucre, Four Seasons, Oviedo, Crizia, entre otros).

Más de 20 años atrás, Cabaña Piedras Blancas comenzó su proyecto trabajando con leche de cabra. Hoy, el establecimiento de Suipacha elabora 30 tipos de quesos y tiene 18 en etapa de pruebas, entre los que hay ahumados, especiados, con blends de leches y descremados. “Cuando trajimos cabras a la Pampa húmeda dijimos ‘que sea para hacer quesos diferentes’. Seguimos con esa idea”, cuenta el socio-gerente Carlos Gonzalez. “El productor quiere que el queso se disfrute. Si propones algo con valor agregado al mercado y hacés feliz a alguien, vas por el camino correcto”, dice. El Crottin fue desde el comienzo el queso insignia de Piedras Blancas, y luego llegaron otras variedades como el Saint Julien, el Brie y el Camembert. “El crecimiento es lento pero firme”, dice Gonzalez sobre el segmento, y ejemplifica: “Hace 15 años le vendíamos burrata a cinco hoteles”. Hoy, junto con los boconcinos o el queso de cabra, está instalados, no son pasajeros. “A medida que divulgás, capacitás y el mercado se desarrolla en función de la calidad, va hacia arriba”, asegura.

Por la misma época, el verterinario Eduardo Zurro y la agrónoma Ana Rodríguez importaron las primeras ovejas frisonas a Las Flores, provincia de Buenos Aires, después de especializarse en su crianza en Europa. En ese campo bonaerense montaron Santa Agueda, en donde elaboran quesos semiduros puros de leche de ovejas propias y de búfala (compran la leche a un criador vecino). Su producción va casi con exclusividad a restaurantes y hoteles (en el Palacio Duhau se puede probar la fondue con su queso de búfala y en el cheese room hacer una cata vertical de los de oveja), pero se pueden conseguir para llevar a casa en Pulpería Quilapán. “Son sabores diferentes pero muy agradables en el paladar, tienen sabores y aromas muy concentrados”, asegura Zurro sobre los quesos de leches no tradicionales.

En 1985 nació Alquería Santa Olalla en Camino San Antonio, Córdoba. Un maestro quesero francés viajó al campo para poner a punta las recetas, que luego ellos siguieron o modificaron según las probaban con las leches locales. Los quesos de cabra de estilo francés se convirtieron en su especialidad, con el Pyramide y el Saint Maure como los más destacados; luego sumaron algunos vacunos. “La actividad siempre ha crecido, hasta en las peores épocas. Hay una demanda que aumenta, el público también evolucionó en sus gustos. Nuestra tarea es, además de ser innovadores, enfocarnos siempre en la calidad, ese es el diferencial de la elaboración artesanal”, dice José Gulle, dueño de Santa Olalla.

En Fermier, el camino fue desde los quesos más corrientes que vendían en la zona a los de especialidad, el gran objetivo. Luego de hacer un curso de elaboración en Francia, Daniel Rigaber instaló su proyecto quesero en Suipacha: el primero “diferente” fue el aromático Rebleusson, después se sumaron el Tomme y el Raclette, y otros de impronta más local, como el Pepato y hasta uno llamado Suipacha. “Los argentinos estábamos más acostumbrados a los quesos suaves. Hay que explicar los sabores, cómo se llega a eso. El público conoce cada vez más: pregunta, prueba, consume. Eso sube la exigencia, mejoramos todos”, asegura Rigaber, quien comercializa, por ejemplo, en The Pick Market o en Jumbo (Palermo, Panamericana, Pilar).

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No son los únicos, sí los casos más exitosos. Hay más, como los de Juan Grande, Arrivata o Alba Lana, que usan los cocineros en la gastronomía de alto vuelo. Pero puestos a comprar en el supermercado o en tiendas especializadas, estos son los ocho quesos artesanales que definen un nuevo paladar.

Patagonzola, de Mauricio Couly Ventimiglia: este queso azul es mantecoso, potente de sabor pero con una delicadeza hermosa. Elaborado con 30% leche de oveja, 70% leche de vaca. El nombre revela la fusión ítalo-patagónica del propio Couly. ($59 los 100 grs.)

Crottin, de Piedras Blancas: un ejemplar sofisticado de pasta blanca, cubierto de moho. Con aroma intenso y sabor que perdura. Seguidores de los quesos de cabra: anótenlo en la lista de los clásicos infaltables. ($75 los 100 grs.)

Halloumi, de Juan Grande (Lincoln, Buenos Aires): perfecto para hacer a la plancha, al estilo brasilero del queijo quente. Este queso originario de Chipre es fresco, de textura firme aún al exponerlo al fuego (también se puede consumir fresco, claro). En Masticar lo prepararon Narda Lepes y El Baqueano. ($28 los 100 grs.)

Pyramide, de Santa Olalla: tiene forma, sí, de pirámide (sin punta). Elaborado con leche de cabra 100%, es cremoso, con un color amarronado suave a medida que madura. Pronto elaborarán una versión en un molde más pequeño y con cenizas en el exterior. ($ 35 los 100 grs)

Fontina, de Fermier: este es un ejemplo de que la elaboración artesanal también da quesos más ricos aún en variedades más conocidas. Este Fontina -masa semi blanda, amarillo- es picante, sabrosísimo, rico para comer solo o combinar tibio en un sandwich. ($ 30 los 100 grs)

Semiduro de oveja o búfala, Santa Agueda: dejamos a elección el que prefieran, de oveja o búfala. Ambos tienen los sabores y aromas concentrados y tienen con un retrogusto perdurable. El de búfala es algo más graso (sobre todo en comparación con un queso de vaca). ($ 70 los 100 grs)

Camembert, La Boheme (Arroyo Cabral, Córdoba): esta variedad es quizás la más producida entre los queseros de especialidades. Hay unos cuantos ricos, este es uno: de pasta untuosa, elástica, y un sabor con dejo amargo. ($ 120 la horma de 200 grs)

Fuente: Vinomanos

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